D’A 2025. Ya no eres real.
- revistacinergia
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Actualizado: hace 11 minutos

A los pocos minutos del arranque de Peacock, el primer largo del austriaco Bernhard Wegner, el protagonista se enfrenta a una ruptura sentimental. Matthias trabaja en My Companion, empresa que alquila personas para representar el papel que pidan los clientes (un padre del que un niño pueda presumir, la cita refinada y culta de una vieja ricachona, un compañero con el que poder optar a un apartamento…). El problema es que lo hace tan bien que se ha olvidado de sí mismo. Matthias vive con Sophia, su novia, en una casa inteligente, grande y de diseño. Sophia parece llevar algún tiempo sufriendo la desaparición virtual de su pareja y no puede más. Matthias, incapaz de reaccionar con naturalidad al anuncio de la ruptura, no puede evitar seguir actuando. “Ya no eres real” serán las últimas palabras que escuche de Sophia antes de abandonarlo.
No es casualidad que un buen número de las películas exhibidas en la 15ª edición del D’A Festival de Cinema de Barcelona haya abordado el tema de la desconexión de la realidad, uno de los grandes males de nuestro tiempo. La obsesión por las nuevas tecnologías, la alienación del trabajo, las oscuras perspectivas del futuro del planeta y la sociedad… Todo ello conduce a una huida mental, del ensimismamiento de Chime (Kiyoshi Kurosawa) o The Shrouds (David Cronemberg) a la búsqueda de una nueva identidad de Simón de la montaña (Federico Luis) o la propia Peacock.
Hablar de la desconexión de la realidad, debería llevar a preguntarnos qué es la realidad, un tema demasiado complejo para tratar aquí. Sin embargo, David Cronemberg siempre lo ha tenido claro. Para él, como se encargaba de recordar el mantra de Crímenes del futuro (2022), “el cuerpo es la realidad”. Pero entonces, ¿qué ocurre cuando el cuerpo desaparece? El último trabajo del canadiense, The Shrouds (las mortajas), responde en parte a esa pregunta. Karsh (Vincent Cassel), un empresario destrozado por la muerte de su mujer, es el creador de Grave Tech, un cementerio que permite ver cómo se pudren tus seres queridos en tiempo real. Alrededor de esta premisa, Cronemberg ha urdido una difusa trama de ciber-espionaje en la que uno puede perderse sin que esto tenga mayores consecuencias. Lo que le interesa, en realidad, es desarrollar un lúcido comentario sobre la pérdida de contacto con lo tangible, explorando la imposibilidad de afrontar el duelo por la pérdida del ser querido. Tanto Grave Tech, la empresa de The Shrouds, como My Companion, la de Peacock, buscan llenar un vacío. Un vacío al que se enfrentan sus propios fundadores, dos hombres que han perdido una mujer y son incapaces de superarlo. Dos hombres que habitan un espacio dominado por la IA, de manera más invasiva y, por tanto, peligrosa en el caso de Kersh y su casa de estilo japonés. Con The Shrouds Cronemberg trasciende por fin la carne para llegar a los huesos y, por ello, me parece más novedosa e interesante que la propia Crímenes del futuro, que funcionaba más como un compendio de las obsesiones y delirios cárnicos del autor de ExitenZ. Es verdad que los numerosos diálogos de The Shrouds, dentro de una narrativa, insisto, voluntariamente inconexa y vaporosa, pueden llegar a agotar, pero esta es una de esas películas que dejan un poso y a las que valdrá la pena volver.

Peacock juega en el terreno de la sátira social y, tal vez por ello, el film de Bernhard Wegner ha sido comparado con el cine de Yorgos Lanthimos (Alps tiene una premisa similar) o Ruben Östlund. Puede que los tres recojan (vía Kubrick o Haneke) ese gusto por una composición clínica que contrasta con un fondo caótico, pero Peacock es mucho más divertida y menos pretenciosa de lo que nos tienen acostumbrados tanto el cineasta griego como el sueco. De hecho, la emparentaría antes con la alemana Toni Erdmann (Maren Ade, 2016). En ambas asistimos a la deconstrucción progresiva de una coraza forjada en el más estricto capitalismo, una crisis existencial que, no por casualidad, desemboca en una catarsis nudista. Wegner no reduce a Matthias a un objeto de desprecio sarcástico, sino que lo humaniza para que podamos empatizar con él. Entiende que es más interesante reconocer en el personaje alguna debilidad nuestra que no mostrar una superioridad moral.
En Chime, magistral mediometraje de Kiyoshi Kurosawa, el hogar y el trabajo vuelven a ser fuente de una distorsión de la realidad. Matsuoka es un profesor de cocina paciente y educado que, al principio, tiene que lidiar con el extraño suicidio de un alumno en clase. El espacio del aula es frío, metálico, y está constantemente atravesado por los reflejos y el sonido de los trenes. En el hogar rige el silencio. Poco o nada que decir a su hijo, típico adolescente más pendiente de su móvil que de cualquier otra cosa. La mujer siempre se levanta de la mesa, antes de tiempo, para tirar bolsas con una ingente cantidad de latas vacías. En un tercer espacio, una cafetería, Matsuoka intenta venderse como la persona ideal para asumir el puesto de chef de un restaurante de cocina francesa en Tokio. Sin embargo, fracasa en el empeño al no ser capaz de hablar más que de sí mismo. Chime es una pequeña pero contundente y estilizada pieza de terror sobre el ensimismamiento y la alienación de la sociedad. Kurosawa elude explicaciones, lo que no hace sino acrecentar la inquietud de sus imágenes. La desconexión de la realidad se muestra como una posesión. Podría ser una película de ciencia ficción, una invasión de controladores de mentes, pero el terror surge de lo cotidiano, de nuestra incapacidad de conectar con los demás. Su universo casi abstracto podría representar perfectamente el infierno al que aludía el alucinado y apocalíptico viaje final de Cloud (2024), del propio Kurosawa.

New Dawn Fades, la primera incursión del turco Gürcan Keltek en el terreno de la ficción, es otra representación de un estado mental. Akin parece moverse como el protagonista de la canción de Joy Division que da título al film: “directionless”. Como retrato nocturno y alucinado de Estambul, la película tiene su atractivo. El problema es que el cronista se quedó, como cantaba Ian Curtis en el último verso del citado tema, "hoping for something else". Y es que el film lo confía todo a la inquietante banda sonora de Son of Philip y a la fotografía de Peter Zeitlinger, para componer una sinfonía urbana que ojalá se hubiera quedado en eso. Sin embargo, Keltek introduce una serie de personajes alrededor de Akin que serán significativos para él, pero en absoluto para un espectador al que el cineasta niega toda posibilidad de comprensión y conexión emocional. New Dawn Fades, digámoslo sin rubor, es profundamente opaca y pretenciosa. Y el final, un montaje en paralelo de una especie de ritual religioso extremo, por un lado, y la contemplación espectral de un nuevo amanecer naranja, roza el ridículo.
El mismo color domina el cielo al final de Rumours, otra delirante visión apocalíptica, aún más desconcertante y decepcionante por venir de quien viene: el tándem Guy Maddin – Evan Johnson, responsables de The Forbidden Room (2015) y The Green Fog (2017). Si lo peor que le puede pasar a una sátira es no tener ni gracia ni profundidad, Rumours lo ejemplifica a la perfección. La parodia (supuestamente) política de Maddin y Johnson es un auténtico despropósito. Para empezar, porque lo político se queda en el punto de partida: una reunión de los miembros del G7 a los que, sin mayor dilación, les sobreviene el apocalipsis. Asistimos entonces a una especie de survival bufo de diálogos tontos y situaciones mediocres. Ningún análisis, ninguna crítica, más allá de que los políticos basan sus discursos en palabras vacías que no conducen a nada. Tampoco Rumours, fea, aburrida y nada incisiva, va a ninguna parte.
En comparación, la otra gran bizarrada del D’A 2025, El imperio de Bruno Dumont, es una obra maestra. Dumont nos devuelve al pueblo pesquero y el singular universo de El pequeño Quinquin (2014), con su inolvidable dupla de gendarmes Van der Weyden y Carpentier. Pero solo lo hace para dar un gigantesco salto al vacío y contarnos una batalla galáctica, muy sui géneris, pero de dimensiones épicas, entre dos razas alienígenas (los 0 y los 1). La lucha por el control de la Tierra entre las dos fuerzas metafísicas se libra principalmente en la pequeña localidad de la Costa de Ópalo, donde, disfrazados de humanos, los personajes parecen estar interpretando un rol en un juego infantil. Eso sí, la contienda se desarrolla bajo el control espacial de Belcebú, por un lado, y La Reina, por otro. David Lynch y Mel Brooks se dan la mano en esta filigrana absurda, pero que, bajo su aparatoso arsenal, transmite un cierto romanticismo humanista, una apuesta por el goce de la vida y el juego.

Para el protagonista de Simón de la montaña interpretar el rol de un chico con diversidad funcional no es un juego. No lo hace por diversión. La reseñable ópera prima del argentino Federico Luis muestra el insólito empeño de Simón, un joven de 21 años, por entrar legalmente en el colectivo, aún a costa de convertirse en otra persona o, tal vez, con ese fin. Volvemos, pues, al terreno de la representación, ya que para obtener el certificado de discapacidad, Simón debe interpretar un personaje. Con buen criterio, Luis evita dar explicaciones claras sobre el porqué de este propósito. Puede que Simón sienta que no encaja en la sociedad. Podemos pensar que su trabajo (ayudante de mudanzas) no es muy estimulante. Y es evidente que no es feliz viviendo con su madre y la pareja de esta. En cualquier caso, su voluntad de escapar es firme y, para conseguirlo, está dispuesto a alterar su psique. Simón decide conscientemente evadirse de una realidad impuesta, integrándose en un entorno que él percibe como más libre. Luis elude tanto el paternalismo hacia los personajes del centro que acoge a los amigos de Simón como el juicio a este último, poniendo en crisis, de paso, los conceptos de normalidad y discapacidad. Ganadora del Gran Premio de la Semana de la Crítica de Cannes, Simón de la montaña sigue un poco la estela del cine de los Dardenne: gran proximidad al personaje central, uso de la cámara en mano… En el plano formal no es muy novedosa, pero tiene un ritmo y una duración adecuados, además de una interpretación muy destacable de Lorenzo Ferro.
Otro debut proveniente de Cannes, y protagonizado por un chico joven con problemas de adaptación, es Holy Cow (Vingt Dieux en el original), un coming-of-age rural firmado por la francesa Louise Courvoisier. El film nos cuenta la historia de Totone, un adolescente despreocupado que, al morir su padre y tenerse que hacer cargo de su hermana pequeña, iniciará un proceso de maduración. Se trata de una película correcta, amable e incluso disfrutable, pero que ya hemos visto antes. La particularidad de Holy Cow es establecer un paralelismo entre el mencionado proceso de Totone y el de la elaboración del queso Comté de la región del Jura. Por lo demás, el desarrollo narrativo es bastante previsible y convencional. Sin embargo, hay que reconocerle a Courvoisier un buen trabajo con actores no profesionales y una vitalidad contagiosa.

Dos películas españolas, ambas docuficciones rodadas también con actores no profesionales, se suman al discurso central de este texto: Buscant el meu propi nom (Pablo García Pérez de Lara) y Burnout (Ander Duque). La primera es un mediometraje que recrea uno de los relatos recogidos en el libro Nueve nombres de María Huertas Zarco, sobre nueve de las muchas mujeres que, procedentes de lúgubres manicomios franquistas, fueron trasladadas en 1974 a un nuevo centro psiquiátrico en Bétera. Allí, donde trabajaron los padres del propio Pablo García, algunas de esas mujeres consiguieron recuperar su identidad perdida. Buscant el meu propi nom empieza como una película de terror, pero rehúye cualquier atisbo de sensacionalismo. Al contrario, pronto se llena de luz y sensibilidad. Aún con todo lo directo y sencillo que aparenta ser, el film se compone de múltiples capas. Así, a la recreación de un hecho histórico y al relato de la mujer sin nombre, se suma la propia historia de la mujer que le da vida en la ficción. De hecho, la vida de todos los actores -muchos de ellos, personas con auténticos problemas de salud mental- forma parte de lo que vemos (impagable el momento de la felicitación al pianista). Buscant el meu propi nom es la obra de un humanista. Fuente Álamo (2001), Tchindas (2015) o Néixer per néixer (2023) así lo atestiguan. Pero en su último trabajo, García Pérez de Lara ha encontrado el equilibrio perfecto. 40 minutos que exhuman honestidad y ternura, cosas de las que no andamos muy sobrados.
Ander Duque, por su parte, firma con Burnout una suerte de continuación de El arte del frío (2020), que también retrataba al artista Felipe Almendros. Ya allí se trataba el hastío y la precariedad del artista vocacional, pero la situación de Felipe no era tan cruda: podía ir a terapia, tenía proyectos… Cuatro años después, Duque se reencuentra con un hombre pluriempleado y sin tiempo material para dedicarse a lo suyo. Burnout es más compacta y fluida que su predecesora (una colección de escenas realistas con diálogos inventados, a veces demasiado forzados). Duque cambia el blanco y negro por el color, introduce un lenguaje más propio de la ficción y endurece el tono para mostrar la explotación laboral como modo de supervivencia. Pero lo que quizá refleja con mayor tino es la soledad del creador. Lo hace, además, desde una perspectiva muy prosaica y con un humor más tamizado y agridulce (basta comparar las citas que tiene Felipe en una y otra cinta). Ni rastro del aura de malditismo, tan común en otros retratos filmados a artistas.

Las fronteras entre locura y cordura, normalidad y discapacidad, realidad y ficción, encuentran una alternativa lingüística y cultural en El idioma universal, segunda película del canadiense Matthew Rankin (The 20th Century, 2019) y La viajera de Hong Sangsoo. El idioma universal arranca con una escena de escuela que rivaliza con las de Amanece que no es poco (José Luis Cuerda, 1989) por su humor absurdo. Rankin se sirve de una anécdota narrativa (dos niñas encuentran un billete de alto valor congelado en la tierra) para desplegar una laboriosa peripecia infantil (el intento de hacerse con el dinero), algo que, si no fuera por el factor climatológico, podrían haber filmado el Abbas Kiarostami de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987) o el Jafar Panahi de El globo blanco (1995). Formalmente, en cambio, El idioma universal es más deudora del cine de Aki Kaurismaki y, sobre todo, de las composiciones y movimientos horizontales de Wes Anderson. En parte, todas estas referencias se justifican por el que parece ser el propósito de Rankin: hablar de mestizaje, difuminar las barreras culturales y suprimir las distancias que nos separan. De hecho, el film transcurre en Winnipeg pero todo el mundo habla farsi. El idioma universal es una comedia, a ratos, muy divertida, con un aspecto visual muy logrado, que no pretende mucho. No en vano, como dice el propio Rankin, "el cine iraní surge de 1.000 años de poesía, mientras que el cine canadiense surge de 40 años de anuncios de muebles con descuentos".
Los idiomas también juegan un papel fundamental en la tercera colaboración de Hong Sangsoo con la actriz Isabelle Huppert, tras En otro país (2012) y La cámara de Claire (2017). La viajera evidencia la creciente depuración de estilo del coreano, su tendencia a lo simple, lo improvisado y lo intuitivo. Y Huppert, convertida ahora en el enigma de la ficción, parece sentirse muy cómoda en esa manera de hacer, en la que el guion es tan solo un trazo al aire. Iris, su personaje, es memorable: una mujer que transita por Corea, sin que lleguemos a saber por qué, y que se ofrece como profesora de francés, aún reconociendo no serlo. Su metodología, absurda y contradictoria pero, al fin, poética, consiste en hacer preguntas a su alumnos (¡en inglés!) hasta descubrir, supuestamente, algo importante en su interior. Cuando lo hace, les escribe un pequeño texto (ahora sí, en francés) que deberán repetir una y otra vez. La cuestión es que, de un modo u otro, Iris parece iluminar la vida de la gente con la que contacta. Quizá ella no es la única viajera y las “necesidades” del título original (여행자의 필요) se limitan a una conversación, un poco de calidez humana y un poema.

Las tres palabras supervivientes de un poema de Safo, así como las imágenes captadas por una Bolex de 16mm, dan fe de la fragilidad de Tú me abrasas. En su nueva propuesta, el argentino Matías Piñeiro aparca sus reformulaciones de las comedias de Shakesperare, y aborda a Cesare Pavese, concretamente el capítulo Espuma de mar, incluido en Diálogos con Leucò, que narra la imposible relación entre la poeta Safo y la ninfa Britomartis. El resultado es una matrioshka de cine que expande sus fuentes literarias para insertarlas en una serie de recursos narrativos que inciden en el proceso creativo. Un breve ejercicio de estilo, un ensayo que se pretende poema, una supuesta reflexión sobre el amor y el miedo, entre otros temas universales, tratados con distancia intelectual y no tanta profundidad como pudiera hacer pensar su material de partida. Pese a ello, la asunción de su carácter fragmentario, así como de la imposibilidad de erigirse en una adaptación del texto, permiten que el film salga airoso, aún cuando parece atrapado en sí mismo o, quizá, precisamente por ello. Tú me abrasas resulta más satisfactoria cuando se muestra más juguetona.
Y terminamos con otro tipo de lenguaje, el de la publicidad, y otro tipo de collage visual: Eight Postcards from Utopia, de Radu Jude. Tras su brutal y extenuante No esperes demasiado del fin del mundo, Jude se ha dado un cierto respiro ensamblando fragmentos de decenas de anuncios televisivos rumanos (algunos aparecen enteros) que abarcan dos décadas: desde la revolución de 1989 hasta la crisis de 2008. Co-dirigida con el filósofo Christian Ferencz-Flatz, la película se divide en ocho segmentos temáticos que reflejan parte de la historia de Rumanía, patrones de conducta, la explotación del sexo, la obsesión por el dinero… La mayor parte del tiempo, Jude parece limitarse a hacer chocar un anuncio con otro buscando un efecto cómico. En el sexto capítulo (Anatomía del consumismo), el cineasta rumano interviene de manera más creativa, eliminando el volumen y ralentizando la imagen para enfatizar el gesto. Es precisamente cuando disecciona las estrategias de la publicidad, cuando se aproxima al video-ensayo, que el film funciona mejor. En las imágenes de estas “postales” se exhibe, desvergonzado, el falso paraíso prometido y la irrefrenable vorágine capitalista que nos han conducido a la explotación y, al mismo tiempo, abandono de nosotros mismos, a esa desconexión de la realidad, en definitiva, que ha sido el leitmotiv de esta crónica.
© Xavi Romero, abril 2025.
I. Para My Companion, Wegner se inspiró en una empresa japonesa real, al igual que la Family Romance de Werner Herzog en Family Romance LLC (2019).
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